Así tituló Julio Llamazares uno de los artículos que recopila en su último libro, Entre perro y lobo, que acaba de publicar la editorial Alfaguara. Cualquiera que haya disfrutado ya de la literatura de este escritor leonés sabrá que tiene una cita ineludible con esta obra. Los que no lo conozcan acabarán por agradecer el consejo de echar mano cuanto antes a novelas como La lluvia amarilla y Luna de lobos, a su poesía o a sus trabajos periodísticos.
Lo que Llamazares cuenta en La España menguante es un diagnóstico magnífico de la situación que ha inspirado este blog. Por eso lo reproducimos, con el objetivo de que, al menos, sirva de acicate para que cualquiera que lo lea se sumerja en las imprescindibles páginas de Entre perro y lobo. Por cierto, el artículo cita a Fulgencio Fernández, el mayor lujo del que disfruta hoy la prensa leonesa. Sus artículos en El Mundo / La Crónica de León son un oasis brillante que permite que todavía sea posible alcanzar el cada vez más escaso placer de disfrutar leyendo un periódico.La España menguante
Este verano, una noche, fui a cenar con dos amigos a la fonda de Juanita. La fonda de Juanita está en Pontedo, en las montañas de Cármenes, allá donde León se funde con Asturias (o debería, pues, de momento, la carretera muere en el puerto, sin continuar hacia el otro lado), y la llevan dos hermanas solteras y ya mayores que combinan el cuidado de la fonda con el de un puñado de vacas y de un sinfín de animales domésticos, algunos de los cuales acaban sus existencias en las ollas de la fonda para regalo de los pocos comensales que llegan hasta casa de Juanita.
Esa noche, mis compañeros de mesa eran dos, como digo: una amiga española residente en Miami y de vacaciones en España en aquellos días y Fulgencio, periodista de un diario de León, pero residente en Cármenes, adonde sube, después de su trabajo, por carreteras infames y afrontando la nieve y el hielo en ocasiones, todos los días. Aquella noche, sin embargo, era verano y las montañas resplandecían como en los
westerns tras las ventanas abiertas del comedor de Juanita.
Juanita es una gran cocinera, pero sobre todo una gran charlatana (quizá porque se pasa sola horas enteras muchos días) y, entre jamón y tortilla, tras hacer inventario de la lista de médicos, notarios, autoridades, obispos y hasta astronautas que pasaron por la fonda en los meses anteriores, al menos según Juanita, la conversación derivó enseguida hacia donde deriva siempre que voy allí cuando a Juanita se le acaban los médicos –que son sin duda alguna sus clientes preferidos- y a los que estamos comiendo, la tortilla y la risa: el abandono en el que se hallan todas aquellas aldeas y otras muchas como ellas a lo largo y ancho de la provincia. Un abandono que viene desde muy lejos y que, en lugar de menguar, como algunos pensaban, ha aumentado desde la implantación en España de las autonomías.
Para que ustedes lo entiendan, Pontedo, por ejemplo, tiene actualmente dos docenas de habitantes en invierno, cuando llegó a tener más de cien a mediados de siglo. La mayoría se fueron en los últimos veinte años, empujados por la soledad, las dificultades de la vida en la montaña y la marginación a la que estaban relegados por parte de unos centros de poder tan lejanos como inaccesibles. En ese tiempo, poco o nada ha cambiado en la vida de sus vecinos. La carretera continúa igual que entonces, llena de curvas y baches y muriendo en el puerto sin enlazar con Asturias (¿para qué, si para lo único que la quieren los médicos que tanto admira Juanita es para ir a cazar o para perderse del mundanal ruido?). Del mismo modo, las condiciones de vida de aquéllos continúan siendo tercermundistas. Hay un médico para veinte o treinta pueblos, un solo autobús al día (suponiendo que no nieve), el teléfono suena como en el Congo, el hospital más cercano está a cincuenta kilómetros (de los de antes) y las escuelas han desaparecido. Se las llevó el Ministerio a mejores zonas, por culpa de la despoblación, contribuyendo de esa manera a hacer aquélla definitiva: con las escuelas, se van los niños y, con los niños, a veces, también, los padres, que no pueden o no quieren separarse de sus hijos. Y, como con las escuelas, lo mismo ocurre con los comercios, que cierran porque no hay gente, y con los bares, que apenas tienen clientes, y con los restaurantes, que solamente abren en verano y los domingos, y hasta con las iglesias, que ya no tienen ni curas. Aunque esto sea, posiblemente, lo que menos les preocupe a los vecinos.
Pero, mientras para lo bueno sigue estando muy lejos, para lo negativo el Estado muestra una diligencia que a veces raya en el desafío. No sólo les cobra impuestos como a cualquiera, sin darles igual servicio, sino que últimamente parece que lo que quiere es que se vayan todos de allí, a juzgar por la gran cantidad de trabas que les pone para abrir cualquier negocio y por las facilidades que les ofrece para cerrar los que existen, ya sea subvencionando el abandono de las vacas o primando el cierre de las minas; aunque después se lave la cara con inversiones medioambientales y demás programas Leader. A Juanita, por ejemplo, cada día se lo ponen más difícil. En su afán por velar por la salud de la gente, ya que no por su futuro, las autoridades sanitarias no sólo han llegado hasta su casa, que ya es celo, para obligarle a quitar el pájaro que tenía en el comedor (y que se murió de pena el pobre al verse relegado en el pasillo), sino que han prohibido la venta ambulante por los pueblos tal y como se venía haciendo desde hace lustros. Pero, como sucede que no hay tiendas en la zona, al menos de algunas cosas, Juanita tiene que coger el autobús todos los días y hacer veinte kilómetros para comprar la carne y el pescado y hasta los huevos para las tortillas (que hasta éstos, por lo visto, tienen que tener registro). El problema es que cualquier día el autobús va a echar el cierre también, pues apenas hay viajeros, y Juanita tendrá que hacer lo propio con la fonda y dedicarse a ver la televisión como hacen todo el día sus vecinos. Aunque tampoco ésta, me temo, les debe de aclarar mucho. Mientras Juanita iba y venía lamentándose, la televisión comenzaba el telediario de la noche con la presentadora diciendo: “Saludos desde España”, ante la estupefacción de mi amiga de Miami y la sonrisa escéptica de Fulgencio, acostumbrado ya a ese saludo. Resulta que, como hasta Pontedo no llega la señal normal, los vecinos han puesto una antena parabólica por la que cogen sólo el canal internacional, aparte, claro está, de todos los del mundo. Es decir, que han pasado de la radio al Hispasat sin ni siquiera haber visto el
Un, dos, tres.
El ejemplo de Pontedo es sólo uno de los cientos que existen en León y de los miles que hay por toda España. Un país que, como la luna, tiene dos caras, una creciente y una menguante, aunque a veces se confundan. En parte, porque están repartidas por todo él y, en parte, porque los que más se quejan son normalmente los que menos motivos tienen para hacerlo, aunque a veces se lo crean ellos mismos (el problema de los nacionalistas, ya se sabe, es que no viajan y así es imposible saber lo que les pasa a los vecinos). En cualquier caso, la existencia de esa España menguante, que cada vez es mayor, o por lo menos más pobre, a nadie parece importarle mucho. Pues, mientras en Europa, de la que tanto se habla cuando conviene, los gobiernos intentan corregir las diferencias regionales y aun locales (quitando impuestos, primando a las empresas o creando simplemente infraestructuras), aquí se hace justamente lo contrario: apoyar a las zonas más fuertes y abandonar a las otras a su destino. O, peor: acelerando éste para que nadie se entere siquiera de que existen.
La Navidad pasada, también comiendo en la fonda de Juanita (si fuera médico, me condecoraría) le escuché decir a ese propósito a una economista convencida: “No se puede subvencionar la nostalgia”. Quizá tenía razón. Quizá las cosas son como son, sin vueltas ni medias tintas, y ni Juanita, ni yo, ni las catedrales, ni el tren, ni los ancianos o la literatura pintemos ya nada en el mundo. Me pregunto, sin embargo, que, cuando Juanita falte, ¿quién les hará la tortilla?
El País, 23-X-1994
Julio Llamazares
Nota de 'Vivo en mi pueblo': Efectivamente hoy, casi 14 años después de que El País publicase por primera vez este artículo, la economista convencida ya no puede comer tortilla en la fonda de Pontedo. Hace ya tiempo que Juanita tuvo que acabar echando el cierre.
En Pontedo hay cosas que están igual que en 1994. Por ejemplo, la carretera sigue teniendo las mismas curvas y la escuela no reabrió sus puertas. Otras, en cambio, han cambiado. Las dos docenas de vecinos de entonces se han convertido en una, aunque es aún, tras Cármenes, el pueblo con más habitantes de este municipio leonés. El autobús que llegaba hasta allí una vez al día es ahora un microbús. Juanita vive sola y enferma desde que murió su hermana Argelia. Y aquellas tortillas son ahora también nostalgia, quizá el único patrimonio por el que todavía merece la pena luchar.